@plumaiquiqueña
Las memorias del corazón eliminan los malos recuerdos y magnífica los buenos señalaba Gabriel García Márquez. Al enterarme por las noticias del fallecimiento de la señora Hilda Portillo, dueña de la emblemática Casa del Cumpleaños, ubicada en calle Barros Arana al llegar Sargento Aldea, me sucede lo indecible, un cúmulo de recuerdos desordenados se agolpan en el momento presente para manifestar que soy una fiel cautiva de los lugares que generaron felicidad al alma mía y que el fugitivo inconsciente irremediablemente se niega a borrarlos.
La Casa del Cumpleaños fue por años el lugar por antonomasia para las compras de insumos de los cumpleaños del glorioso. Existían otros en la vereda del frente, pero sin lugar a duda, este era el predilecto de las madrecitas del puerto. En esos años, la calle Barros Arana era relativamente apacible entre autos circulando y negocios de giro restaurant y comercial. Sólo calle Thompson se diferenciaba por ser considerado el barrio rojo, con tintes de peligro a altas horas de la madrugada, cerca de algún bar o prostíbulo.
Mamá estaba embarazada por el año 1984 de mi segunda hermana y yo ad portas de cumplir los siete años un 28 de octubre. El año pasado no lo había celebrado porque literalmente mis padres no tenían dinero suficiente, el trabajo era escaso y mal pagado, vi a mi madre en reiteradas veces vendiendo ropa americana en casa a las vecinas, también helados en bolsa por verano y a mi padre conduciendo un taxi prestado. En fin, sin llorar sobre la leche derramada, ese año mamá envió a confeccionar a la modista, dos vestidos, uno para mí y otro para ella. Recuerdo que ella estaba emocionada como yo, brillaba como el sol, resplandecía como el más bello de los atardeceres, yo creo que hasta la luna estaba celosa de su belleza y luz interior. ¡Mamita estoy tan feliz, voy a celebrar mi cumpleaños y vendrán todos mis amiguitos y primos! y ella responde ¡Sí hija, prepararé una torta manjar durazno, roscas, queques, canapés y chocolatito caliente!
Nos sentamos ambas a realizar la lista de lo que necesitaríamos para este nuevo cumpleaños, como dato curioso, cualquier compra se requería previamente una lista, nada era al azar o al ojo como decía mi santa abuela. En la lista iba anotado, serpentina, la piñata, las sorpresas, el mantel, vasos de plástico, globos y juegos como póngale la cola al burro.
Caminando desde la Remodelación el Morro, desde calle Gorostiaga hasta Vivar, doblábamos a la izquierda para llegar a calle Sargento Aldea. En el trayecto se me antojaba un helado en el Rey del mango, que delicioso era, con trocitos de esta fruta del oasis de Pica. Mamá pasaba antes a comprar un kilo de osobuco en la carnicería esquina frente al mercado. Escucho el batir de las pilsener de artistas y parroquianos en una fuente de soda, también las voces de los vendedores de frutas y el número de lotería haciendo burla en una vitrina para ser adquirido por algún soñador iquiqueño. La voz estridente de Rubén en las afueras de la feria Romero, no me generaba pavor, todo lo contrario, un dejo de tristeza por ese mal amor que lo abandonó a su suerte.
El letrero empolvado por el tiempo dice, “La Casa del Cumpleaños”, ingresamos y ¡Oh! qué maravilla, decenas de piñatas suspendidas en el techo. Quedo flechada con una de frutillita, aunque también me gusta la de Pitufina. Mientras elijo con cual piñata me voy a quedar, veo a la señora Hilda atendiendo a mamá y entregándole todo lo necesario para la decoración del cumpleaños feliz.
Si supiera esta tierna mujer, que su hermoso negocio es igual a los despachos de antaño que relataba mi abuelo; con vitrinas de vidrio; mesones y cajoneras. Otros niños estaban en la misma disyuntiva, entre papá Pitufo y el gato Tom. Yo ya había elegido, lo que parecía una incógnita, se convirtió sólo en un bello instante de realismo mágico y eso ocurrió en un lugar llamado «La Casa del Cumpleaños».