
Por años, la Contraloría General de la República fue percibida por muchos como una institución técnica, gris, incluso burocrática, sin grandes objeciones ni resultados. Pero bajo la dirección de Dorothy Pérez, esa percepción ha comenzado a tambalear. Hoy, su labor ha remecido con fuerza a la clase política, desafiando los pactos de silencio y exponiendo con crudeza las grietas de una institucionalidad que ha sido, con demasiada frecuencia, complaciente con el abuso.
La reciente auditoría a la Municipalidad de Peñalolén es un ejemplo brutal de cómo la Contraloría, bajo su mando, ha recuperado la esencia de su rol fiscalizador. El informe —aún en estado de preinforme— revela pagos irregulares de horas extras por más de 1.100 millones de pesos en el último año de gestión de la exalcaldesa Carolina Leitao. Funcionarios sin autorizaciones formales, pagos extemporáneos, horas no registradas en los libros de asistencia, e incluso pagos que exceden lo aprobado. La Contraloría ha desnudado un patrón de desprolijidad administrativa que, en su efecto acumulativo, equivale a un verdadero saqueo al erario público.
Es inaceptable —y revelador— que mientras las municipalidades claman por recursos y muchas comunas carecen de servicios básicos adecuados, algunos funcionarios hayan recibido sumas cercanas al millón de pesos solo por concepto de horas extras, sin respaldo documental adecuado. Esta es una afrenta a los contribuyentes y una muestra de cómo la laxitud administrativa abre la puerta a la corrupción o, en el mejor de los casos, a una grosera negligencia.
Pero Dorothy Pérez no solo ha apuntado a los municipios. También ha incomodado a uno de los gremios más poderosos del país: el Colegio de Profesores. Su oficio instruyendo a los Servicios Locales de Educación Pública a informar los descuentos aplicados por el paro docente no ha caído bien en la dirigencia gremial. Mario Aguilar, su presidente, no tardó en calificar la medida como parte de una “colusión política” con la UDI, acusación que intenta desacreditar la acción fiscalizadora bajo el argumento de motivaciones ideológicas.
La crítica pierde fuerza si se observa el fondo del asunto: los paros deben tener consecuencias administrativas claras. La ley es explícita. El derecho a huelga en el sector público no es absoluto, y si bien el Colegio asegura que las clases se recuperan, el control de aquello le corresponde a la autoridad competente. No es razonable esperar que la Contraloría cierre los ojos ante una posible falta administrativa solo porque los profesores prometen compensar el tiempo perdido.
Las reacciones viscerales contra Pérez reflejan el profundo malestar que provoca un órgano de control que decide no someterse a la lógica del poder ni a los pactos tácitos de conveniencia. Por décadas, la política chilena se acostumbró a una Contraloría de bajo perfil, que entregaba dictámenes muchas veces incomprensibles, poco oportunos o simplemente ignorados. Esa época parece estar quedando atrás.
Y eso es incómodo. Porque fiscalizar, en un país donde las instituciones han sido cooptadas en demasiadas ocasiones por redes clientelares, se ha vuelto un acto disruptivo. La labor de Pérez no solo pone sobre la mesa irregularidades, sino que evidencia una verdad aún más molesta: el problema no es un alcalde o un paro. El problema es sistémico. Y ella se ha atrevido a señalarlo.
Por eso no sorprende que tanto sectores del oficialismo como de la oposición se sientan interpelados. Porque fiscalizar no es neutral. Es un acto profundamente político, en la mejor acepción del término: busca ordenar, transparentar, rendir cuentas. Cuando esa función se ejerce con determinación, desnuda la precariedad de la ética pública en todos los sectores.
En momentos donde la confianza en las instituciones se derrumba y la ciudadanía observa con creciente escepticismo a su dirigencia, figuras como la de Dorothy Pérez son más necesarias que nunca. No para salvar el sistema, sino para presionarlo a que cumpla con lo mínimo exigible en una democracia: el respeto irrestricto al uso de los recursos públicos.
Quienes hoy la critican deberían preguntarse por qué se sienten tan incómodos. Porque lo que realmente les molesta no es un oficio o un informe, sino el hecho de que alguien, desde una institución independiente, les esté recordando que nadie está por sobre la ley. Ni los alcaldes, ni los profesores, ni los partidos. Y eso, en Chile, sigue siendo revolucionario.
Cierro esta columna citando al político, científico e inventor estadounidense Benjamin Franklin, quien dijo:
“Sólo el hombre íntegro es capaz de confesar sus faltas y de reconocer sus errores.”
Una frase que resuena con fuerza frente a un gremio docente que ha optado por movilizarse antes de agotar los canales institucionales, que exige sin primero rendir cuentas, y cuyo presidente, en medio de una licencia médica, tomó su pasaporte y viajó al extranjero sin una pizca de autocrítica. En ese contraste brutal entre el deber público y el doble estándar, es cuando comprendemos que sí, la Contraloría está haciendo su trabajo. Y lo está haciendo bien. En tiempos de impunidad disfrazada de lucha social, la integridad no solo es revolucionaria: es necesaria, es urgente, y es, gracias a figuras como Dorothy Pérez, aún posible.