“Las dificultades tienen la ventaja de preparar a personas comunes para destinos extraordinarios” (Clive Staples Lewis, escritor inglés, autor de la saga “Las crónicas de Narnia” y otras obras).
Digamos de partida, que la “infancia ideal sólo se encuentra en los libros de cuentos de colores y con finales felices”. Lo cierto, es que los primeros años de vida no siempre pueden ser sacados de un cuento de hadas, habiendo capítulos en la vida de una persona que pueden dejar algunas marcas y huellas emocionales muy profundas. Sin embargo, el acto de sobreponerse a esos traumas y huellas emocionales, es parte de un final feliz que muchas personas han sido capaces de protagonizar.
Entonces, ¿cuál es el secreto? De acuerdo con el Dr. Boris Cyrulnik, neuropsiquiatra francés y experto en resiliencia, la “capacidad para dejar atrás y en el pasado los episodios de vida traumáticos se llama resiliencia, y se puede aprender y educar”. Sin embargo, el proceso de curar las heridas producto de episodios traumáticos no es una tarea que se pueda hacer de manera solitaria. Menos aún para el caso de un menor.
Existen niños que, en forma natural, son resilientes. Es el caso de algunos menores que no tuvieron la buena fortuna de tener cerca de ellos una familia en la cual apoyarse y que, sin embargo, fueron capaces de superar obstáculos y grandes dificultades. Por el contrario, hay otros niños que cuentan con un entorno familiar que los protege, pero quienes, finalmente, no logran desarrollar la resiliencia.
La razón que explica esta situación –aparentemente contradictoria–, es que la “capacidad para sobreponerse a experiencias de vida que son difíciles y traumáticas requiere de una educación emocional”: ahí es donde entran en juego los padres, tutores y maestros de los niños. Una relación de confianza desde la primera infancia con los padres es indispensable en la formación de la resiliencia, ya que cuando éstos responden de manera sensible y adecuada a las necesidades de sus hijos, eso les permite a los menores ser –y sentirse– seguros.
Esa seguridad, luego dará paso a la autonomía, lo que les entrega a los niños la confianza en sí mismos para superar las adversidades. En este sentido, los padres son los encargados de crear y darles oportunidades a los menores para crecer y ser autónomos, reafirmando así sus capacidades y la suficiente confianza que les ayudará a superar problemas, obstáculos y conflictos.
Por otro lado, la capacidad de reflexionar y analizar de manera crítica el por qué razón las cosas han salido mal, es un rasgo que caracteriza a una personalidad resiliente, así como también el hecho de “reconocer la responsabilidad que les cabe a ellos” en los problemas que tuvieran que enfrentar en el futuro. Esta característica debe ser guiada y encausada por los padres, motivando a sus hijos a reflexionar acerca de qué pudo haber estado mal en su actitud o proceder. Si esto no se hace, al crecer, los menores comenzarán a culpar a los demás por sus problemas y tenderán a victimizarse.
El humor es otro rasgo de personalidad que también puede ser una manera de superar las adversidades, por cuanto, el hecho de poder mirar las tragedias –por más dolorosas que sean– desde otro punto de vista, es un modo de fomentar comportamientos resilientes. Al respecto, es preciso destacar que el sentido del humor se aprende desde pequeño y los padres son quienes lo moldean. En ocasiones, las situaciones pueden ser tremendas, pero estos padres buscan un sentido alternativo, donde el humor y el reírse de ellos mismos, abre una nueva perspectiva para hacerle frente a la situación, comprender y aprender a aceptar las dificultades que enfrentan.
El hecho de mirar los problemas con distancia y saber cuándo vale la pena intentar algo o cuándo es preciso retirarse, es parte del aprendizaje de las personas resilientes. Esta situación se puede presentar, por ejemplo, cuando uno de los padres –o ambos– tienen problemas de alcoholismo, consumo de drogas o conductas delincuenciales, lo que lleva al menor a detenerse frente a esta situación y buscar ayuda para no exponerse a recibir más daño.
A partir de los cuatro o cinco años, los padres pueden observar en sus hijos, si es que han desarrollado la resiliencia: son niños y niñas que se muestran firmes en sus propósitos, que son capaces de plantearse metas y objetivos, y que están en condiciones de manifestar intereses propios.
El Dr. Boris Cyrulnik señala que entre los tres años y hasta los doce años se forma la confianza básica, y el hecho de “sentirse queridos genera en los menores mecanismos de autoprotección” que ayudarán a amortiguar el choque con futuros traumas, asegurando, asimismo, que “debido a los fuertes vínculos con el mundo, niños y niñas sometidos a malos tratos y abusos pueden valerse de una especie de reserva biopsíquica que les permite sacar fuerzas de flaqueza y enfrentar situaciones difíciles”. Esto es posible, sobre todo, si el entorno está dispuesto a brindarles ayuda.
A medida que los niños crecen, necesitan “tutores de la resiliencia”. Estas personas pueden ser los padres, abuelos, hermanos mayores, etc., que les den la seguridad para prepararse y aprender, por ejemplo, que una situación difícil no tiene por qué razón convertirse, necesariamente, en un trauma.
A manera de síntesis podríamos decir que las condiciones que propician la formación de la resiliencia en los niños son: (a) crecer en un ambiente familiar que responde a las señales y necesidades de los menores, dándoles confianza, (b) tener padres que propician la autonomía y la capacidad crítica de los niños, (c) ser capaces de reconocer la responsabilidad individual en relación con un determinado problema, (d) la incorporación del humor en situaciones difíciles, (e) saber cuándo es el momento adecuado para retirarse de los problemas o conflictos. Fomentar estas capacidades –o competencias– es directa responsabilidad de los padres.
Digamos finalmente, que los niños y niñas resilientes son capaces de desarrollar un pensamiento crítico, son seguros de sí mismos, saben resolver problemas, tienen intereses propios y poseen un humor positivo.