ROBERTO BUSTAMANTE
Un gol. No llegamos a saber cuantas vidas emocionan. Ni mencionar si es el mejor gol de la Historia. Eso no es poco. El contexto hace lo suyo: es un gol frente a los ingleses, post guerra en las Malvinas y el acomode post dictadura. Para que el país sea un puño apretado, gritó esa tarde Víctor Hugo Morales en un relato digno de tal joya. Ese gol es el epítome, no sólo de unificar causas en la sociedad argentina de la época, sino que también marca como tatuaje a los que en una generación quisieron ser futbolistas. Corría el minuto 55 y empezando dentro de su propio campo, Maradona encaró hacia el arco inglés, dejando atrás a cinco jugadores (Hoddle, Reid, Butcher, Fenwick y Shilton), y anotar el gol del siglo, en exactos 10 segundos. El intenso calor y la altura de Ciudad de México tampoco fueron rival. Todo esto con en el estadio Azteca como espacio que necesita toda obra maestra para ejecutarse. El Azteca como lienzo, como papel en blanco, como pentagrama.
“Cuando llegamos al vestuario, me dijo que en toda la jugada había estado buscando un hueco para dármela a mí, que venía en el segundo palo. Eso nos da la referencia de la cantidad de ideas aprovechadas y desechadas que pasaron por la cabeza de Maradona en el espacio de 10 segundos. Así funciona la cabeza de un genio en acción” contó Jorge Valdano en uno de los tantos documentales que se han hecho sobre el 10.
Los estadios de fútbol son la plaza de armas para algunos de nosotros y nosotras. Hace algunos años, por motivos laborales, llegué a México. Llovía a mares mientras el taxi me llevaba al centro histórico de Ciudad de México, cerca del Zócalo. Los cuarenta minutos que duró el trayecto desde el aeropuerto al hotel traté de buscar, sin colaboración alguna de la lluvia, el estadio Azteca. Saber que iba a estar en esa ciudad, casi de inmediato, fue pensar en el estadio Azteca y el 22 de junio de 1986. Más de 115 mil personas dentro de ese estadio, sólo 4 personas frente al televisor ubicado en medio del living, con la pelota que me había hecho mi abuelo talabartero entre las piernas.
Ese gol me persiguió durante años. Cada vez que podía intentaba hacer un gol así. Tenía ese ingenuo reflejo, soñar con ser como el 10; admirar la gloria que nunca rozaremos.
Era ya mi penúltimo día en México. Creo que fue textual: quiero conocer el Azteca. Éramos tres chilenos, un mexicano y una colombiana. El mexicano tenía auto. Elegí ventana, detrás del conductor. Ciudad de México era un continente raudo, un túnel rebosante. Paramos por unos tacos cerca del barrio Obrero Mundial. Y mientras comíamos nos enteramos sobre el América contra el Tijuana en el Azteca. Teníamos dos horas para llegar. La ciudad seguía levantándose como un túnel rebosante para mí. Maradona era el más mexicano mientras viajábamos los cinco en ese auto, cinco ingleses burlados y sin respuesta, pero espectadores privilegiados de un museo colosal en la historia del siglo XX. Ni más ni menos. Todas las pruebas para entrar en las inferiores de equipos profesionales que acaban con la vida que queríamos llevar viajaban con nosotros. Una sintonía sudaca, un determinismo futbolero muy difícil de eludir, romántico a la hora de hablar de pobreza. Puedo exagerar, pero el gol del siglo fue una señal del fin de una forma, no sé de qué, pero intuyo que marcó un antes y un después en algún lugar de nuestra cultura. Llegar al estadio Azteca fue despedir la infancia, una parte feliz. Ver que ese lugar existía, ver frente a mí el terreno donde Maradona escribió parte de nuestros golpes, de nuestro siglo, el que a veces, por cosas como estas, extrañamos.