octubre 13, 2024
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23

Mar

El sistema político tocó fondo

Por SANTIAGO ESCOBAR
La certidumbre de una crisis política sin precedentes desde la vuelta a la democracia, lleva a la pregunta sobre cuáles son las salidas. Las respuestas de la élite son erráticas e insatisfactorias, por parciales y ambiguas. Ellas no asumen las dimensiones reales del problema: pérdida de legitimidad democrática del sistema político; crisis de representación; falta de liderazgos sanos; desconfianza ciudadana respecto de las decisiones públicas; y percepción de que las instituciones son instrumentales y no el capital político de los ciudadanos para defender su igualdad ante la ley.

La actual, no es una crisis de criminalidad económica con algunos políticos y empresarios corruptos en medio. Es una que toca el funcionamiento del sistema político, sus prácticas culturales y afecta el pacto constitucional en nuestro país, el que está a punto de romperse.

El buen funcionamiento institucional de los primeros años de vuelta a la democracia, se basó más en un talante austero en el ejercicio del poder que en un diseño institucional acabado. La presencia de hechos tan perturbadores como Pinochet al mando del Ejército, los senadores designados, el veto político del Consejo de Seguridad Nacional o leyes orgánicas ilegítimas regulando la actividad económica, pudieron sortearse con un mínimo de conflictos. Pero el “método” fue acumulando problemas sin solución, a menos que existiese un cambio constitucional integral. Ello no ocurrió, pese a los esfuerzos del 2005 y al extravío de llamarles a esas reformas Nueva Constitución.

En más de dos décadas, las élites se acostumbraron a vivir en el sistema y se convirtieron en provechosos administradores. El uso y abuso transversal de los vacíos de regulación, y el control monopólico del poder político por parte de dichas elites, alejó a la gente de la política. La evidencia de pago ilegal a parlamentarios terminó por sepultar la confianza.

En más de dos décadas, las élites se acostumbraron a vivir en el sistema y se convirtieron en provechosos administradores. El uso y abuso transversal de los vacíos de regulación, y el control monopólico del poder político por parte de dichas elites, alejó a la gente de la política. La evidencia de pago ilegal a parlamentarios terminó por sepultar la confianza.

¿Qué legitimidad, entonces? El esfuerzo de los primeros años de democracia estuvo centrado en viabilizar la estabilidad institucional, creando mecanismos de legitimidad para la Constitución de 1980. Fue un esfuerzo agotador e infructuoso. Finalmente, la representación política siempre ha dejado a minorías significativas al margen de toda elegibilidad, mientras regiones enteras carecen de efectiva representación territorial frente a un centralismo exacerbado. El improvisado término del binominal hecho a comienzos de año no garantiza cambio alguno en este sentido.

Hoy no existe ningún elemento, al menos evidente hasta ahora, que permita pensar que la ciudadanía va a creer o confiar en las soluciones que le proponga el mismo Parlamento que se encuentra en masa cuestionado por el financiamiento ilegal de las campañas políticas. Tampoco nadie piensa seriamente que la comisión asesora presidencial sobre financiamiento de la política era necesaria o va a producir probidad espontánea o propuestas que alejen al país de la corrupción. Más bien parece una idea extemporánea de la Presidenta Bachelet bajo el convencimiento de que había que hacer algo (?) para enfrentar su propia crisis, pero que, contrastada con las tensiones del escenario, resulta muy poco convincente.

Sin embargo, no son ni los abusos de mercado ni la impunidad de la criminalidad económica lo que más complica el escenario para una salida viable, que no tenga culpables, resguarde la estabilidad del sistema y solo se plantee la eventual “calidad escandinava” de nuestra democracia de aquí en adelante. Porque el tema no es regulación ni economía sino política, en su lado más crudo, coherencia y credibilidad.

Hay una crisis de valores democráticos en el sistema político que, por cierto, golpea a la derecha. Desmiente su declarada vocación libremercadista, de competencia y protección sana de la iniciativa privada. Queda demostrada la corrupción del Estado en que incurre, y el gamonalismo en el uso del dinero empresarial de Penta en la UDI es un daño al propio partido. Él trasciende la defensa sana del interés de sus votantes y pone a algunos de sus dirigentes en el papel de corruptores de su propia organización al distribuir aportes ilegales de manera discriminatoria entre los militantes, como sería el caso de Jovino Novoa.

Pero la crisis golpea todavía mucho más al llamado mundo progresista que hizo la transición política. Resulta entendible que parte de él adhiera a la ideología del libremercado y decida –políticamente hablando– representar esos intereses. Lo que no resulta comprensible es que se entreguen a los aportes de empresarios cuya principal característica haya sido la de enriquecerse de manera poco transparente durante la dictadura militar. Menos aún que, merced a negociaciones en las que eventualmente ellos participaron, las empresas de esos personajes hayan quedado excluidas de un escrutinio sobre la legalidad de las privatizaciones, y todavía hoy, continúen actuando en los bordes de la legalidad.

SQM y su propietario, Julio Ponce Lerou, que en los próximos años seguramente serán materia de muchos libros de investigación en los que aparecerá completa la arista Concertación, son por su accionar todo lo opuesto de los principios empresariales que el conglomerado le vendió a Chile como promesa de transparencia durante la Transición. Hoy, un conjunto amplio de intelectuales y lobbistas han logrado transformar en instrumentales, si no las instituciones, al menos importantes procedimientos institucionales, en la investigación del caso Cascada (comisión investigadora de la Cámara) y de la arista política Soquimich en el caso Penta (Tribunal Constitucional). Llegando incluso a tensionar en extremo la coherencia en el accionar judicial y administrativo de organismos tan importantes como el Ministerio Público y el Servicio de Impuestos Internos.

Resulta difícil no pensar que la mudez política que caracterizó al primer tiempo de la crisis de Cascada –y que hoy es preocupación generalizada del mundo político progresista por las investigaciones que recaen sobre Soquimich–, no es sino un ejemplo de cómo el maridaje dinero-política ha tocado profundamente a nuestro sistema, y que las actuales propuestas no vienen impulsadas por la transparencia sino por la idea de que es mejor un borrón y cuenta nueva.

No hay solución viable en el Congreso si los parlamentarios no adoptan una medida unilateral previa de transparencia sobre sus fondos electorales. Tampoco de participación legítima de los partidos políticos si los “capitanes” que recolectan dineros ilegales y los reparten discrecionalmente a sus adeptos, manejando así la competencia y elegibilidad electoral de sus candidatos, siguen siendo parte de las decisiones. No se recompondrá la credibilidad en el Ejecutivo si no se adoptan medidas drásticas de los reguladores y la manera de actuar frente a la corrupción sigue siendo errática, de normalidad, como dijo el ex canciller José Miguel Insulza, o meras infracciones administrativas, como sostuvo Ricardo Escobar, ex Director del Servicio de Impuestos Internos, ambos altos funcionarios del gobierno de Ricardo Lagos.

Algo final, que flota en el aire. No le corresponde a la prensa idear las soluciones de la crisis sino exponer los problemas y poner el foco de la transparencia para que la ciudadanía esté informada. La sugerencia de algunas autoridades de “no seguir echando leña al fuego” se parece mucho a una petición de rendición incondicional para no informar. El principal derecho que está en juego para la ciudadanía es el de la libertad de información y es obligación de los políticos encontrar las soluciones. Para eso la ciudadanía les paga sus emolumentos legales.

EL MOSTRADOR

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