febrero 13, 2025
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08

Oct

El temor de una Rosa (Columna de Gonzalo Vallejo)

[La Quimera, Nicanor Plaza, 1897]

Por GONZALO VALLEJO

1) Tengo mucho frío. Sentí temor aquel soleado sábado de septiembre. Fines de Septiembre. Angustiado acudí a ese extraño paraje que habíamos elegido con Celeste para conversar. Degustaba mi soledad otoñal y monacal. Soledad que silenciaba mi alma. Continuaba oyendo palabras como gritos persistentes en mi mente alucinada. Mi único equipaje era un par de libros.
Uno de Thomas Merton y otro poético de José María Eguren. En realidad, la relación muchas veces se tornaba dramática, pues trasuntaba pasión y contradicciones. Nos habíamos vuelto a ver después de muchos años por casualidad, en un reencuentro predestinado y cósmico. Mujer bella, tranquila, de ojos tristes, de una bondad infinita y una emocionalidad contemplativa y trashumante. Un amor bueno que desbocaba luces flageladas.
Pero, su rostro denotaba apatía o pena ya que evocaba un pasado que nunca pudo sacar de su mente y que la sumergió en una timidez imprecisa. Su tez de amanecer atrajo mi mirada de inmediato y sentí un irrefrenable impulso de sentir sus labios reprimidos de palabras. Algo misterioso nos atrajo. Puede que haya sido la única manera de vengar su abandono infecundo para sólo esperar, con lágrimas cansadas, un futuro acogedor.
El amor siempre es misterioso y yo había llegado ya a un otoño agobiador. Encuentros inesperados nos llevaron, con destellos febriles, a que nuestros cuerpos emanaran aromas primitivos, salvajes, prehistóricos y selváticos. Llegué otra vez a ese lugar casi fantasmagórico, melancólico y lunar, donde una rosa tenía temor de nacer y florecer. Celeste me esperaba con su dulzura vespertina, quizá tratando de fingir con su risa vacilante, para expresarme la sentencia que ya había decidido.
Sus palabras lapidarias y seguras, casi desconocidas para mí, trastocaron la felicidad que ya estaba a punto de conseguir. Estaba seguro que Celeste era el último amor verdadero de mi precaria existencia. El mal que me aquejaba brotó en ese instante con más furia y me llevó a lugares ignotos, a páramos lúgubres llenos de seres demoníacos y de fantasmas vagando en territorios gimientes.
Celeste tenía, no lo sé, ya no estoy en este mundo, la cualidad de ser una mujer silenciosa. Me aceptó, creo, sabiendo que estaba alejándome de la vida real y por eso la amé con amor enfebrecido, como enajenado, con un egoísmo salvaje, despótico y absorbente. No recuerdo, pues ya intuía, en mis escasos momentos de lucidez, mi desvarío mental y mi vitalidad casi extinta. Me estremecí al escuchar sus palabras, como un verbo perdido en un atormentado olvido. Celeste desapareció. Caminé sobre algo parecido a un desierto, agotado, tratando de buscarla, de encontrarla para abrazarla. Mas, se escabullía, huía desesperadamente hacia un oasis de rosas que volaban marchitas y mustias, donde seguramente encontraría lo que ella andaba buscando, que ni ella misma sabía lo que era. Ella se llevó mi vida, vida que no pude encontrar, vida que perdí definitivamente.
Ahora veo seres torturados que revolotean sobre mi cabeza en un cielo gris y triste, donde las estrellas se escondieron para no presenciar mi inevitable muerte, mi soledad perfecta… Tengo mucho frío…

2) Ernesto se convirtió para mí en un hombre fascinante y admirable. Pensé que había encontrado, al fin al hombre de mi vida. Admiraba su cultura, su caballerosidad y con su timidez casi patológica irradiaba un halo de superioridad. Sus ojos penetrantes, el cuerpo enjuto, cadavérico, delataban en él un aura casi religiosa, que decoraba una seguridad fuera de lo común.
Vestía con austeridad y que le delataba como un hombre consecuente que cargaba una cruz infinita y una utopía agobiante, siempre dominado por una pasión literaria irreverente. No sé, pero segura que quise cambiar mi realidad por una fantasía. Ahora quería mirar la luna, algo que nunca me preocupó, quería pisotear el desierto y sumergirme en un mundo irreal, un mundo diáfano donde pudiera encontrar un camino luminoso que me llevara a encontrar lo vitalmente onírico.

[quote]Sus palabras lapidarias y seguras, casi desconocidas para mí, trastocaron la felicidad que ya estaba a punto de conseguir. Estaba seguro que Celeste era el último amor verdadero de mi precaria existencia. El mal que me aquejaba brotó en ese instante con más furia y me llevó a lugares ignotos, a páramos lúgubres llenos de seres demoníacos y de fantasmas vagando en territorios gimientes.[/quote]
En las noches, en mis interminables noches de insomnio, pienso que me amó como nadie me ha amado en toda mi vida. No sé si lo quise o lo amé. Algunas veces siento su ausencia, a veces lo busco en mis sueños…y no lo encuentro…no puedo encontrarlo. Sólo desapareció de mi vida como en un acto de magia heroica. No pude llorar…No podía. Repentinamente, el cielo se oscureció y encontré mi perenne soledad profética. Descendí a mi adolescencia ausente de letras enigmáticas… Entonces recién pude darme cuenta que nunca más vería a Ernesto en mi vida…
3) Recibí una llamada, una llamada triste, de voz taciturna. Cuando llegué a la casa de Ernesto una extraña luz emanaba de su cuerpo irradiando todo el cuarto como un altar ecuménico. Me pude dar cuenta que su rostro contenía una sonrisa de alegría, una sonrisa mística, de paz, como si hubiera encontrado, al fin, las palabras perfectas en su sueño de ser poeta. Recién comprendí todo. Ernesto amó la muerte…siempre la amó… amó el amor…siempre lo amó…amó a Celeste con palabras secretas…siempre la amó. Nunca la llegué a conocer, pero supe que ella nunca más salió de su casa cuando se impuso de la muerte de Ernesto.
Dos años después me contaron, por casualidad, que Celeste había fallecido amortajada en su soledad sollozante. Siempre en la sepultura de Celeste hay una bella rosa blanca…una rosa temerosa, como aferrada a una palidísima estatua nupcial. En el ocaso, cuando el sol apaga sus luces para transformarse en cenizas celestiales, han visto a un misterioso hombre, vestido de negro, arrodillado y llorando desconsolado sobre su tumba….

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