Por Camila Flores, académica de la carrera de sociología de la U.Central Región de Coquimbo.
Ser testigo del nacimiento de tortugas en las islas Galápagos fue una de las experiencias más conmovedoras que he tenido en el último tiempo. Fue tal su impacto, que solo días después de acontecido pude dilucidar la solemnidad que conlleva ser parte de una experiencia de esta naturaleza, una solemnidad que, hoy por hoy, me parece inherente al acto de nacer como un impulso de fuerza vital y preservación.
Las tortugas marinas no nacen después de un trabajo de parto como los humanos. Ellas llegan al mundo cuando su ciclo dentro del huevo se ha cumplido. Rompen sus cascarones y reptan varios metros para encontrarse con el que será su hábitat futuro: el mar.
A diferencia de otros lugares, en esta isla el nacer de las tortugas implica una experiencia que moviliza a muchas personas, quienes conviven día a día con una diversidad biológica inigualable.
En un atardecer que perdurará por siempre en mi memoria, vi cómo hombres, mujeres y niños caminaban por la playa hacia el lugar donde se anunciaba la puesta de sol. -Donde vayas has lo que vieres- me dije de manera intuitiva, aventurándome a la multitud pese a desconocer el destino de su romería. Fue entonces que presencié un momento cargado de respeto y asombro, una ceremonia silenciosa que parecía celebrar, ante todo, la continuidad de la vida.
Sin duda, el nacimiento tiene la capacidad de conmover y movilizar emociones en el interior de quienes lo presencian. Es una manifestación única de la naturaleza que muchas veces excede las palabras y encuentra su expresión en acciones de protección, actos solidarios como encausar la ruta de las pequeñas tortugas hacia el mar, así como gestos y palabras de asombro expresadas en una infinidad de idiomas.
Nacer iguala, pero parir no. Durante milenios, el nacimiento humano también inspiró solemnidad y sentido comunitario, pero ¿qué ha pasado en la actualidad?
Al parecer, el nacimiento se ha desvinculado de esa conexión con la naturaleza y de la solemnidad que antaño inspiraba. ¿Será que en nuestra sociedad nacer iguala, pero parir no?
Si bien tenemos el derecho de observar los nacimientos, de sensibilizarnos ante ellos y de sentirlos como una parte integral de nuestra vida en comunidad, hoy en día el parto, que ocurre en el cuerpo de una mujer, se ha transformado en un acto clínico, apartado de la comunidad y reducido a un procedimiento técnico que en muchas ocasiones se torna violento. ¿Será que el acto de parir nos recuerda que seguimos siendo mamíferos y, por ello, no podemos dejar que la solemnidad del nacimiento obnubile nuestra condición de superioridad respecto a otras especies?
Sin duda, hay quienes podrían responder a esta pregunta con un mayor conocimiento, pero plantearla me permite abrir otra inquietud que atañe por completo mi circunstancia de madre, mujer y antropóloga: ¿será que, al acontecer en el cuerpo de una mujer, el nacimiento humano ha sido sobreintervenido hasta volverse, en muchos casos, un acto de violencia ejercido hacia la vulnerabilidad de un cuerpo gestante?
Es en este punto que no podemos olvidar la posición desigual de las mujeres en nuestra sociedad y cómo ésta se manifiesta incluso en la reproducción. Por eso, debemos recordar que nacer es un acontecimiento que merece ser contemplado, respetado y celebrado como un acto humano que reafirma nuestra conexión con la naturaleza, y en el que la mujer es parte fundamental de esa ecología.
Así como las comunidades en Galápagos se reúnen para ser testigos del nacimiento de las tortugas, nuestras sociedades deberían volver a valorar el nacimiento humano como un evento central en la vida comunitaria.