La política, en su esencia más noble, debería ser el ejercicio del diálogo, la construcción de acuerdos y la búsqueda del bien común. Sin embargo, los recientes atentados en Estados Unidos y Colombia nos enfrentan a una cruda realidad: el espacio político está siendo corroído por la violencia, el odio y la radicalización. La democracia está bajo fuego y esto no es una metáfora.
El asesinato de la congresista estadounidense Melissa Hortman, figura progresista del Partido Demócrata, junto a su esposo Mark Hortman, así como el ataque que dejó gravemente herido al también político John Hoffman y a su esposa Yvette, no puede interpretarse como un hecho aislado. Se suma al atentado contra el político colombiano Miguel Uribe Turbay, quien ha sido blanco de múltiples campañas de odio por su posición firme contra el autoritarismo populista en su país. Estos ataques son señales inequívocas de que la política se ha convertido, cada vez más, en un terreno de guerra simbólica… y real.
En nuestra propia historia latinoamericana, no podemos olvidar el asesinato del senador Jaime Guzmán en 1991, en plena transición democrática chilena. Guzmán fue acribillado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, un grupo armado que justificaba la violencia como herramienta política. Su muerte fue una advertencia: cuando se normaliza el discurso de odio, tarde o temprano se cruza la línea hacia la eliminación física del adversario.
Eduardo Boetsch recibió la última llamada telefónica de Jaime Guzmán aquel lunes 1 de abril de 1991. Fue un gesto inusual; nunca antes lo había contactado directamente antes de una reunión. Con un tono inquietante, cuando el reloj marcaba las 18:15, Jaime Guzmán le preguntó: “¿Don Eduardo, va a estar ahí?”. Algo intuía Guzmán. Al salir del Campus Oriente de la Universidad Católica y abordar su vehículo, un Subaru Legacy, lo esperaban sus asesinos: Ricardo Palma Salamanca y Raúl Escobar Poblete, miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR). Le dispararon seis veces a quemarropa. Detrás del atentado estaban los autores intelectuales: Galvarino Apablaza, Mauricio Hernández Norambuena y Juan Gutiérrez Fischmann, todos ellos amparados durante años por la impunidad o beneficios judiciales.
Malherido, Guzmán trató de contener con sus manos la sangre que brotaba de su cuerpo. “¡Lléveme al Hospital Militar!”, le dijo con urgencia a su chofer, Luis Fuentes Silva. Desde su bolsillo sacó su rosario y lo apretó con fuerza entre los dedos. “¡Apúrese, Lucho!”, alcanzó a exclamar antes de perder el conocimiento. Fuentes condujo tan rápido como el tránsito se lo permitió, trasladándolo en el mismo vehículo al Hospital Militar. Allí, pese a los esfuerzos médicos, el senador falleció a causa de sus heridas. Su asesinato no solo apagó una vida: dejó una herida profunda y aún abierta en la democracia chilena. (Manuel Salazar – Guzmán, 1994)
Hoy, ese mismo germen de intolerancia recorre el mundo, disfrazado muchas veces de justicia social o de cruzadas nacionalistas. La política se ha polarizado hasta niveles peligrosos, alimentada por la retórica populista que divide al pueblo entre “opresores” y “oprimidos”, entre “puros” y “corruptos”, entre “nosotros” y “ellos”. Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Nicolas Maduro, Gustavo Petro o Claudia Sheinbaum han construido relatos donde el enemigo no es un adversario con ideas diferentes, sino un traidor al que hay que erradicar.
En 2017, el entonces diputado —hoy Presidente de la República— Gabriel Boric posó con una polera que mostraba la imagen de Jaime Guzmán herido de bala. Aquella imagen no solo evocaba el dolor de un asesinato político cometido en democracia, sino que también encendía una alarmante señal sobre la banalización de la violencia en el discurso público.
La entonces vocera Cecilia Pérez afirmó: “Eso demuestra que parte de la izquierda de nuestro país tiene un doble estándar cuando se trata de valorar dictaduras de izquierda y condenar dictaduras de derecha (…) no se condice con un liderazgo responsable”.
Más allá de las declaraciones políticas, el episodio nos obliga a una reflexión más profunda: cuando sectores de poder celebran, minimizan o justifican la violencia contra quienes piensan distinto, se cruza una línea moral peligrosa. La vía violenta para alcanzar el poder o eliminar al adversario no solo destruye vidas; degrada la democracia, rompe la convivencia y deja cicatrices que tardan generaciones en sanar. La figura de Guzmán, el único senador asesinado en Chile desde la vuelta a la democracia, debe recordarnos que ninguna causa justifica la sangre derramada. Y que la verdadera fortaleza política se demuestra en el respeto al otro, no en su eliminación simbólica, ni literal.
El populismo, al rechazar los contrapesos institucionales, al caricaturizar la prensa libre, y al deslegitimar sistemáticamente al disidente, ha contribuido enormemente a crear un clima en que la violencia ya no escandaliza. Se naturaliza, se aplaude incluso. Y cuando eso ocurre, la bala se vuelve más eficaz que el voto.
En ese contexto, los líderes políticos se han vuelto blancos físicos. La amenaza ya no es solo electoral o mediática: es de vida o muerte. ¿Cómo puede una democracia sostenerse si sus representantes son perseguidos, silenciados o asesinados?
Es momento de detenerse y reflexionar. La defensa de la democracia no puede ser ingenua. Requiere valentía, pero también responsabilidad. Los medios deben abandonar el sensacionalismo y recuperar el periodismo crítico. Las redes sociales no pueden seguir siendo cloacas de odio impune. Y los ciudadanos debemos recuperar la conciencia de que el adversario no es un enemigo, sino alguien con quien, quizás, compartimos el mismo anhelo de un futuro mejor, aunque con caminos distintos.
Los asesinatos políticos no nacen de la nada. Son el resultado de discursos que demonizan, de liderazgos que siembran resentimiento, de una cultura política que ha dejado de educar para simplemente agitar. La sangre derramada en Estados Unidos, Colombia y Chile no solo es tragedia; es advertencia. O recuperamos la política como espacio de encuentro o nos resignamos a verla convertida en campo de batalla.
Porque cuando asesinan a un político por sus ideas, lo que muere no es solo una persona. Es la democracia la que sangra. Y a ese dolor no podemos acostumbrarnos jamás.
Quiero cerrar esta columna recordando las palabras del abogado constitucionalista y senador de la Republica Jaime Guzmán Errázuriz, quien, con profunda convicción, afirmó: “Nos odian porque nos temen, y nos temen porque nos saben irreductibles”.
Sus palabras no solo reflejan la firmeza de sus convicciones, sino también el precio que pagó por defenderlas en democracia.
Hoy más que nunca, debemos abrazar el valor del disenso con respeto, practicar la tolerancia como principio, y cultivar el diálogo como herramienta fundamental. No hay patria posible si permitimos que el odio silencie las ideas, ni futuro viable si la violencia reemplaza la palabra. El Chile que soñamos —más justo, más humano y más libre— no se construye con exclusión, sino con unidad en la diversidad, con acuerdos y con la voluntad sincera de entendernos.
Ese es el país que debemos legar a nuestros hijos y a quienes aún no han nacido. Un Chile donde nunca más se derrame sangre por pensar distinto. Un Chile donde la democracia no sea una trinchera, sino un hogar común. Ese Chile es posible. Y juntos, lo vamos a construir.
El Sol de Iquique junto a Iquique Radio no comparte necesariamente las opiniones de los invitados, panelistas, columnistas y conductores, porque en este medio todos pensamos diferente. Aunque no necesariamente.