Quintín Romero Morán era hijo de un chofer de buses de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado, ETCE. Se crió en la población Juan Antonio Ríos, donde siempre tuvo muchos amigos. En su familia había varios boxeadores amateurs. Era el mayor de ocho hermanos y tuvo una infancia sacrificada y difícil. Cuando estudiaba sus humanidades en el Valentín Letelier, a la entrada del barrio Recoleta, conoció a un vecino que trabajaba en el laboratorio de criminalística de la Policía de Investigaciones, quien le prestaba revistas y le contaba sobre el trabajo de los detectives. Le gustó y, al terminar de sus estudios secundarios, le dijo a su padre que quería ser policía. Salió del liceo en 1966, postuló y quedó. En ese tiempo para ser detective se estudiaba sólo un año. Romero estuvo en la Brigada Judicial hasta 1968, luego tres años en la Brigada Móvil y de ahí a la Brigada de Homicidios, la legendaria BH que por entonces dirigía Carlos Rodríguez Oyarzún, el famoso CRO. En esos años, Investigaciones era muy democrática, recordaba Romero. Los funcionarios se pronunciaban en cuestiones políticas, pero no influía para nada en el trabajo. Todos sabían lo que cada uno pensaba. Un día de noviembre de 1970, el inspector Hugo González, jefe antiguo que era un reconocido allendista, le contó que se estaba formando una escolta para el presidente electo y le preguntó si le gustaría ser parte de ella. Romero asintió de inmediato. Hacía muy poco que habían matado al general René Schneider y ya se sospechaba lo que podía venir: Camilo Valenzuela, Arturo Marshall, Patria y Libertad y todo eso. En 2015, a los 70 años, Romero recordaba: Siempre se había hecho eso de las escoltas para los presidentes y algunas otras autoridades, pero el trabajo de nosotros fue muy diferente. Antes, los policías sólo acompañaban al mandatario; nosotros, en cambio, preparamos una labor de envergadura. Quedó alguna gente de la PP, del Departamento de Informaciones, que acompañó a Allende mientras era candidato. En total éramos unos 25, más los choferes, y nos preparamos entre enero y marzo de 1971. El primer jefe fue Sergio Alcaíno, que murió en el avión que se cayó cuando fuimos a Ecuador, Colombia y Perú. El segundo jefe fue Juan Seoane, que venía de la antigua PP. En ese período el jefe del GAP era Max Marambio, que usaba la chapa de “Ariel Fontana”. Ellos eran muy pasados p’á la punta; no así los socialistas. Carlos Jorquera, asesor de prensa de Allende, y La Payita se dieron cuenta que los miristas eran muy atropelladores y finalmente salieron en junio del 71. Las peleas con la escolta y con los socialistas ya eran intolerables. Por esos años no había ni estudios ni manuales para ser escolta. Me compré un libro de magnicidios y luego “El Chacal”, que trata sobre un asesino que intentó matar a De Gaulle. Seoane también nos encargaba tareas y así logramos idear un plan para cuidar al presidente. A mí y a José Sotomayor Llanos nos tocó el Teatro Municipal; a otros el Estadio Chile, el Estadio Nacional, el Congreso…todos los lugares donde podía ir el jefe de Estado. Hicimos un patrón: por dónde salir, cómo funcionaba la central de luz, dónde había que estacionar la ambulancia y el auto del GAP con el plasma y todo lo demás. Pronto, los GAP se dijeron: estos ratis no son nada de huevones. El que mandaba era “Bruno” y los segundos eran “Carlitos” y “Fernando”. Con el capitán José Muñoz, el jefe de la escolta de Carabineros, jamás tuvimos un problema, al igual que con el teniente Dondero, el encargado de la guardia de palacio. En cambio, sí tuvimos dificultades con los navales durante todo el gobierno del presidente Allende. Sólo dejaban entrar a Seoane y él, peleándola mucho, a veces lograba que dejaran pasar a “Bruno”. Todos los demás quedábamos en la guardia. Eso no ocurrió ni con los militares, ni con la FACh ni menos con los carabineros. Eso sí, que los militares y los navales filmaban y fotografiaban todo. Otro aspecto que no pudimos controlar fue que los dos encargados de instalar teléfonos en La Moneda eran suboficiales de la FACh. La lavandería, en tanto, estaba a cargo de un suboficial de la marina. El ministro del Interior era protegido por gente del Partido Socialista. Aquel muchacho de pelo largo que aparece en una fotografía disparando por una ventana de La Moneda para el golpe era uno de los que andaba con José Tohá. Durante el “tanquetazo” del 29 de junio del 73 nos fallaron dos compañeros de la escolta. Estaban en el palacio, pero cuando vieron los tanques se paralogizaron y no hicieron nada. Yo estaba haciendo gimnasia en la Asociación Cristiana de Jóvenes y me vine corriendo. Daniel Vergara nos pidió que mantuviéramos la calma. En agosto y en los primeros días de septiembre del 73 nos parecía inminente el golpe militar. Había un viaje programado a Zambia y Zaire en la primera semana de septiembre, a una reunión de la OPEC. Nosotros nos íbamos antes y quedamos vacunados contra el cólera, la malaria y otras enfermedades. Teníamos que irnos a fines de agosto o a comienzos de septiembre, y de repente nos dijeron que no había viaje. Se reforzaron los turnos y se duplicó el trabajo. En las noches había que ir a dejar al presidente a Tomás Moro y a veces pasaba a hablar con Carlos Altamirano, que vivía en avenida Kennedy, pasado Américo Vespucio. Uno de nuestros vehículos permanecía hasta la madrugada en las afueras de la residencia del mandatario. En El Cañaveral no hacíamos guardia. La noche antes del golpe un chofer me fue a dejar como a las tres de la mañana a mi casa. Yo vivía con mi esposa, una hija de cuatro años y un hijo de tres meses en Recoleta, frente al estadio municipal. Mi señora era profesora y se levantaba muy temprano. El martes 11 me despertó como a la siete: Quintín, escucha lo que dice la radio, me anunció. No teníamos teléfono. Me levanté sin ducharme, con ropa deportiva y botines. Me puse en el bolsillo tres cargadores para mi pistola Browning calibre 9, el cortaplumas suizo que me había regalado el presidente en la última navidad y salí a tomar el primer microbús que pasara. Me subí a una Pila Independencia Recoleta que me dejó en Balmaceda con Teatinos, al lado de la cárcel pública. Empecé a correr hacia La Moneda. Me paró un piquete de carabineros en Santo Domingo y les mostré el carnet que nos había dado con su firma el general Mendoza. Un teniente me miró fijo y me advirtió: usted sabe lo que le va a pasar ¿cierto? y me dejó seguir. Entretanto su jefe, Juan Seoane, había recibido en su casa, en calle Valenzuela Castillo, entre Manuel Montt y Miguel Claro, en Providencia, un llamado de un GAP desde Tomás Moro alertándolo sobre el levantamiento de la Armada y pidiéndole que acudiera de inmediato hacia Tomás Moro porque el presidente iba a salir rumbo a La Moneda. Seoane subió en su automóvil Chevy, puesto a su disposición por Investigaciones, y enfiló hacia el barrio alto. Llevaba su pistola Browning y una ametralladora Walter con un cargador. Tenía una radio que captaba el servicio de carreteras de Carabineros, la central de Investigaciones y las transmisiones del equipo del presidente. Pasó a buscar a otros tres detectives de su grupo que le comentaron lo que habían escuchado a través de la radio. Llegaron a la casa presidencial cuando Allende ya la había abandonado y se devolvieron hacia La Moneda. Se estacionaron frente a la puerta de Morandé 80 y entraron a pie. Tenían su oficina junto al patio de los cañones que compartían con los carabineros del capitán Muñoz. Eran 18. Seoane llamó a Alfredo Joignant, el socialista que dirigía Investigaciones. Usted se queda ahí para defender al presidente, le dijo. Algunos miembros del GAP y detectives distribuyeron los fusiles AKA y los tres cohetes soviéticos RPG que había en La Moneda. Uno de los 18 policías civiles sintió miedo; pidió permiso para ir a comprar cigarrillos y no volvió más. Quintín Romero se instaló en el segundo piso, en el gabinete de Allende, de cara a la plaza de la Constitución. Allí también tomaron posiciones su colega José Sotomayor y dos GAP, uno era Daniel Gutiérrez Araya (“Jano”), de pelo corto y peinado hacia delante; el otro era Antonio Aguirre Vásquez (“Gonzalo”) que estaba tendido detrás de una ametralladora que asomaba hacia la plaza. Tenía el pelo largo, era alto y delgado y vestía un suéter blanco con cuello de tortuga. De pronto los tanques empezaron a disparar contra el palacio. Un cañonazo impactó de lleno en el techo de la habitación en que se encontraban. Romero y Sotomayor trataron de apagar el fuego con plumones, cojines y alfombras. “Jano” preparó su lanzacohetes para responder el ataque. Romero lo tapó con la capa azul de médico que Allende mantenía en el lugar para evitar que la llamarada del disparo lo quemara. El disparo dio de lleno en un tanque situado junto al Banco Central, en Morandé con Agustinas. Vieron como el periodista Claudio Sánchez, de Canal 13, huía despavorido del lugar. Sonó un teléfono. Romero contestó debajo de un escritorio. Era la primera dama, Hortensia Bussi, que llamaba para saber del presidente. Le pidió a Romero que cuidara de su marido. “Voy para allá”, le dijo antes de colgar. Nunca llegó. “Gonzalo”, el muchacho de suéter blanco que manejaba la ametralladora, había sido herido de gravedad. Tenía un balazo en una pierna y otro en la región lumbar; sangraba profusamente. Se escuchó entonces el ruido de los aviones que se aproximaban y empezaron a caer las bombas. Un rocket destruyó el techo de la sala de consejo, explotando con un ruido ensordecedor y llenando todo de humo y fuego. Romero y Sotomayor huyeron hacia el sector de Teatinos y bajaron hacia la zona de la Cancillería, en el costado sur de La Moneda. A mí me detuvieron con Sotomayor después de que entraron los bomberos. Estábamos en un baño que daba al patio de Los Naranjos, en el lado de la Cancillería. Se aproximó un capitán con cinco soldados y nosotros salimos con las manos en alto diciendo que éramos detectives. Después supe que ese capitán nos había atendido un mes antes en la Escuela de Infantería de San Bernardo, cuando la visitamos con el doctor Allende. Los militares nos sacaron por la puerta que da a la Alameda y nos llevaron hacia Morandé, al frente del Ministerio de Obras Públicas, donde tenían al resto de los prisioneros. En el camino vimos salir corriendo a la gente de ese ministerio. Los habían dejado irse y muchos iban llorando. Entre ellos vimos a los miembros del GAP que habían estado disparando toda la mañana sobre los golpistas desde los últimos pisos del MOP. Incluso uno de ellos, “Patán”, me cerró disimuladamente un ojo. Me pusieron al lado del periodista Carlos Jorquera, que estaba sangrando y tiritaba. El “negro” me dijo: Chico, olvídate del doctor, ya no está con nosotros. Luego, los militares nos llevaron a bordo de dos microbuses de la Armada al regimiento Tacna. Cuando llegamos, el comandante de la unidad, el general Ramírez Pineda, estaba histérico. Mandó a buscar dos ametralladoras y gritaba que nos iban a matar a todos por habernos atrevido a hacer frente al Ejército. Un mayor y otros oficiales lo calmaron y lo llevaron a las oficinas. Enseguida, de rodillas, nos llevaron a las caballerizas, donde tuvimos que sacarnos los zapatos y las camisas. Preguntaron los nombres y actividad de cada uno, mientras a gritos buscaban al “Coco” Paredes y al doctor París. ¡Así que vos soy el Coco Paredes! ¡Aquí te queríamos tener!, le dijeron al ex director de Investigaciones cuando lo identificaron. Poco más tarde interrogaron a Seoane y a los colegas Douglas Gallegos y Juan Espinoza. Les mostraron fotos de los GAP y les preguntaron por sus apodos, las chapas y los nombres verdaderos de cada uno. Al día siguiente, tipo cuatro de la tarde, llegó a buscarnos el inspector Santiago Sirio con cuatro detectives en varias camionetas. Nos llevaron al cuartel central en calle General Mackenna. Estaba todo el personal esperándonos. He visto llorar dos veces a los ratis: en esa oportunidad y cuando a los exonerados nos hicieron el 2004 un reconocimiento en la Escuela. También estaba el nuevo director, el general Ernesto Baeza y uno de sus ayudantes, el comandante Sergio Badiola. Subimos al tercer piso y nos habló Baeza: Ahora hay otra etapa en Chile. Ustedes cumplieron con su deber. Si hubiesen ganado, serían héroes, pero están en el bando perdedor y deben asumir las consecuencias. Voy a tener mucho ojo y cualquier de ustedes que tenga una conducta tibia lo doy de bajo de inmediato, nos dijo. Luego nos fueron a dejar a nuestras casas. Al día siguiente me mandaron a la Tercera Judicial y la primera semana de octubre me llamaron a retiro junto a Seoane. Ese mismo día uno de los jefes me llevó a la Cooperativa de Empleados Particulares, en Santo Domingo con Bandera, donde tenía un amigo que era radical y gerente de la entidad; le explicó que había pasado y me dejaron trabajando. Ahí estuve hasta junio de 1974, pero me retiré porque no había ninguna posible proyección. Otro ex colega del grupo de La Moneda, David Garrido, me contó que Seoane y el capitán José Muñoz, que había sido jefe de la escolta de Carabineros de Allende, se iban a ir a Argentina y querían verme. Los padres de la esposa del capitán Muñoz tenían una farmacia en Las Rejas con 5 de Abril. Fui para allá y el capitán me dijo: me voy pasado mañana a la Argentina. Quédate trabajando aquí con mi señora. Me presentó a sus suegros y acepté la oferta. Al segundo día de trabajo apareció Jorge Schindler, empresario farmacéutico, militante del PC. Me contó que estaba armando otra farmacia en Maipú y me pidió que lo fuera a ver. Pasó un mes y Jorge insistió. Finalmente fui y quedé impresionado con los compañeros que trabajaban con él, que me recibieron muy cálidamente. Estaban Ramiro Ríos y Alsino García, entre otros. Decidí, entonces, irme a la farmacia de la Villa México. Ellos me enseñaron todo lo que había que saber sobre el negocio. Salía a curar perros con Alsino. La gente llegaba a tomarse la presión. Había muchos vecinos que habían trabajado en Salud y que se tomaron departamentos en los años 70 y 71, cuando la villa estaba por entregarse. En los meses siguientes detuvieron a muchos de ellos. Me encontré también con muchos viejos conocidos de la población Juan Antonio Ríos que llegaron a vivir allí. Poco a poco me dí cuenta que también se efectuaban otras tareas, muy reservadas y delicadas. Salíamos a dejar y a buscar gente en la citroneta. Nunca pregunté nada y ayudaba en lo que podía. Un día llegó un hombre que al verme quedó perplejo. Era el repartidor del pan de la panadería Selecta que llegaba a Morandé 80, en La Moneda, cuatro veces al día con un canasto. A la entrada había un GAP, un carabinero y un detective, junto a una cabina chiquitita con un libro y un asiento. Nosotros le sacábamos un par de panes calientitos, al mediodía. Esa primera vez que llegó a la farmacia el hombre no dijo nada, pero varios meses después me preguntó: ¿Usted se acuerda de mí? Claro que sí, le respondí. Seguía trabajando en La Selecta, haciendo fletes en un camión. Se llama Marcial y desde ese momento nos hicimos muy buenos amigos.
Murió Quintín Romero, uno de los detectives que combatió con Allende en La Moneda
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