Si bien, el afecto y el amor recíproco entre hijos y padres se enfocan como una verdad incuestionable y que no merece discusión, ello, sin embargo, no siempre responde a la realidad de los hechos o de aquello que se observa en la vida real. Lo cierto, es que así como hay padres que no muestran ningún tipo de afecto, amor, interés o respeto por sus hijos, también hay hijos que –por diversas razones– tampoco aman a sus padres.
Aclaremos desde ya, que el hecho de que haya hijos que no aman a sus padres, eso no significa que exista una patología o una desviación conductual –a menos que se demuestre clínicamente lo contrario–, ni tampoco indica que esa falta de amor sea algo propio de los llamados “hijos desnaturalizados”, es decir, “que no cumplen con los deberes que la naturaleza le impone a los hijos” y que, supuestamente, “no sienten cariño o afecto por su familia de origen”.
Al respecto de lo anterior, no hay nada más lejos de la realidad, especialmente, cuando uno se detiene a analizar en profundidad los datos disponibles y busca averiguar cuáles son los factores y/o razones para que se produzca esta “falta de afecto y amor”, por cuanto, a menos que exista una limitación, deficiencia o discapacidad de algún tipo en los hijos, las cosas van por un carril muy diferente, ya que hablar de hijos que no aman a sus padres, es algo que no se puede tomar a la ligera.
En una familia “normal” –entendiendo que la palabra “normalidad” es muy elástica– padres e hijos se vinculan entre sí por intermedio de los afectos. El principal problema radica en que esos afectos no siempre son positivos, ya que también existe la posibilidad cierta de que lo que prima en la relación filio-parental sean sentimientos de odio, de resentimiento, distanciamiento afectivo o simple indiferencia.
Cuando hablamos de hijos que no aman a sus padres, podríamos estar frente a una situación que puede tener diversas explicaciones, cual es el caso, por ejemplo, que el afecto esté siendo reprimido o inhibido, es decir, que el hijo(a) optan por no expresarlo, o bien, que lo manifiesten de una manera inadecuada, aun cuando el afecto o el amor filial esté presente. La gran pregunta es: ¿y por qué razón sucede esto?
Una de las razones o motivo por las que hay hijos que no aman a sus padres se vincula con el llamado “efecto espejo”, un efecto que podríamos relacionar directamente con las llamadas “células o neuronas espejo”, es decir, grupos de células descubiertas por el neurobiólogo italiano Giacomo Rizzolatti y que corresponden a un tipo de células nerviosas que se activan cuando una persona realiza una acción, un gesto, una sonrisa, o la observa en otra persona. Estas células son esenciales a fin de comprender el comportamiento humano, como es el caso del “aprendizaje por observación, la comprensión de las intenciones de los demás, así como la formación de lazos y vínculos de carácter social”.
En función de lo anterior, si ahora observamos con atención el comportamiento de los progenitores y advertimos que ellos son fríos emocionalmente y que no demuestran interés ni afecto por sus hijos, entonces resulta totalmente comprensible que estos hijos aprendan a relacionarse de la misma manera –o efecto espejo– con sus padres, es decir con frialdad, distancia e indiferencia. En este tipo de situaciones, lo que sucede, es que hay una carencia que proviene desde los padres, que bloquea o limita el desarrollo afectivo de los hijos.
El padre, la madre –o ambos–, ya sea de manera consciente o inconsciente, construyen un muro que obstaculiza la relación con los hijos y que es interpretado por éstos de una manera muy simple: “Prohibido cruzar esta línea”. En rigor, los padres han transmitido a sus hijos la idea de que el vínculo entre ellos no incluye los afectos, sino que la relación debe limitarse exclusivamente a una de carácter práctico y funcional.
Bajo estas condiciones de crianza, es muy probable que los hijos no aprendan a relacionarse con el resto del mundo por medio de los afectos y aprendan, en cambio, a dar aquello que han recibido gran parte de su vida: indiferencia. Esta conducta por parte de los padres cercena un aspecto clave del desarrollo infantil, en relación con el cual, podríamos señalar que el “amor filial está inhibido, pero no es inexistente”.
Otra de las principales razones por las cuales hay hijos que no experimentan amor o afecto por sus padres, es haber sido objeto de abandono y malos tratos. Cuando el abandono o el mal trato por parte de los padres, es total, ni siquiera existe la posibilidad de poder analizar el tipo de vínculo o de afecto existente en el hijo, ya que lo más probable, es que la respuesta al rechazo por parte de los padres se responda con igual rechazo por parte de los hijos.
Es preciso tener muy presente eso sí, que el “abandono parental” no solo se relaciona con aquellos casos en los que uno o ambos padres no están presentes, sino que también hay abandono cuando: (a) el niño vive con los padres, pero éstos no se interesan por él, (b) cuando dejan la crianza del niño en manos de terceros, o bien, (c) cuando no ofrecen su asistencia o su apoyo en momentos cruciales en la vida del menor. En estos casos, el sentimiento que experimentan los hijos, es que sus padres les han fallado miserablemente, a raíz de lo cual, se instala la idea de que resulta imposible contar con ellos, a lo que se suma la desconfianza, la distancia y la frialdad resultante, lo que, finalmente, conduce al desamor, especialmente, cuando el abandono es sistemático.
Otra razón de peso para la existencia de hijos que no aman a sus padres, es cuando éstos han sido víctimas de diversas situaciones de abuso, ya sea de carácter emocional, físico o sexual, ya que tales comportamientos causan traumas, graves daños emocionales y cicatrices que coartan cualquier posibilidad de desarrollar un vínculo afectivo que sea sano con este tipo de padres, ya que cuando el hijo aprende a ver al padre o a la madre como agresor(a), la emoción que se siembra en el niño es simple y puro odio. La rabia y el odio experimentado, determinan que al crecer este niño, esas emociones se convierten en un total rechazo hacia los progenitores, tanto en contra del agresor, propiamente tal, como así también en contra del progenitor que actuó como cómplice pasivo de las agresiones sufridas por los hijos.
Digamos finalmente, que un ser humano aprende a amarse a sí mismo y a sentir afecto por los demás, en función del vínculo primario que establece con quienes son los progenitores, a raíz de lo cual, los silencios, la frialdad emocional, la falta de interés, la distancia y/o los malos tratos dificultan de manera decisiva el desarrollo afectivo normal de los hijos, lo que termina por conducir, precisamente, a la existencia de hijos que no aman a sus padres, lo que, por otra parte, representa un verdadero lastre que se manifestará a futuro y que les impedirá o dificultará a los hijos el establecimiento de relaciones de amistad o de relaciones afectivas de pareja, en las que ellos y ellas se sientan bien, cómodos y felices.